La escena se revela como vista a través de un marco natural, un tapiz dorado de juncos que se balancean suavemente con la brisa, guiando la mirada hacia un pueblo distante. El artista utiliza magistralmente los juncos, sus líneas verticales contrastando con las capas horizontales de la tierra y el cielo. La composición, simple pero poderosa, crea una sensación de profundidad y espacio. Un arroyo serpentea por el primer plano, reflejando los colores apagados del cielo y dirigiendo la mirada del espectador hacia el vibrante pueblo enclavado entre colinas onduladas.

La paleta de colores es notablemente contenida; los tonos dorados de los juncos, los tonos terrosos de la tierra y los suaves azules y grises del cielo crean un equilibrio armonioso. Evoca una sensación de tranquilidad y contemplación, una pausa del ajetreo de la vida. La aplicación de la pintura parece deliberada, casi metódica, lo que da una sensación de solidez y permanencia a la escena. Es una instantánea de un momento, una celebración de lo cotidiano, transformado en algo extraordinario a través del ojo agudo y la mano hábil del artista.